18 de julio de 2025 C. Hermida
El fascismo tiene en el racismo y la xenofobia uno de sus pilares ideológicos fundamentales, tanto en sus orígenes históricos de 1919-1939 como en el período actual. La diferencia es que ahora la causa de todas las desgracias de Europa y Estados Unidos recae sobre los inmigrantes, quienes han sustituido a los judíos como chivo expiatorio. En el caso europeo, son los musulmanes y las poblaciones subsaharianas quienes amenazan nuestra forma de vida, nuestra cultura y creencias cristianas, hasta el punto de que la extrema derecha ha elaborado y difundido le teoría del Gran Reemplazo, según la cual el Islam se está apoderando, mediante un plan secreto, del mundo occidental.
En España, los sucesos acontecidos en la localidad murciana de Torre-Pacheco no solo demuestran el avance del fascismo, sino también su difusión entre sectores populares. Aunque el fenómeno inmigratorio es condenado en general, el fascismo español tiene como eje central la islamofobia, el odio hacia los musulmanes, y en concreto los marroquíes; los moros, como se los denomina despectivamente.
El prejuicio antimusulmán no es una cuestión que está relacionada únicamente con el aumento de la inmigración en las últimas décadas. Se sustenta también en unas raíces más profundas, que tienen que ver con la propia historia de España. Nos referimos a esa etapa histórica conocida como Reconquista, un larguísimo período que se extiende entre el año 711 y 1492, abarcando prácticamente toda la Edad Media de la Península Ibérica.
Para la derecha española este proceso histórico es la piedra angular de la formación de España como nación. La invasión musulmana del 711, con la denominada pérdida de España en la batalla de Guadalete, abre un período de incesantes luchas contra el Islam durante ocho siglos. La conquista de Granada por los Reyes Católicos en 1492 supone el triunfo de la Cristiandad frente a los infieles y culmina la unidad nacional. Esa lucha contra los musulmanes es la forja de la unidad nacional, y dota a los españoles de un carácter, temperamento y cultura esencialmente cristianos. Lo que define a España es, por encima de todo, el cristianismo. Ensayistas como Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) contribuyeron decisivamente a construir una interpretación canónica que la derecha sigue asumiendo y defendiendo.
Esta versión de la Historia tiene poco que ver con la realidad de los hechos. Hace ya muchos años que la historiografía ha desmontado el mito de la Reconquista como lucha permanente entre cristianos y musulmanes. Por el contrario, las relaciones políticas, económicas y culturales entre ambas poblaciones fueron constantes, de la misma forma que fue frecuente la alianza militar de reyes cristianos con soberanos musulmanes para combatir contra otros reinos cristianos. El Cid Campeador, ensalzado como modelo de caballero cristiano, fue en realidad un mercenario que puso su espada al servicio del Islam en varias ocasiones.
Los avances de la historiografía científica no han hecho mella en la peculiar visión que la derecha y la extrema derecha tienen de nuestra historia. Por el contrario, nos encontramos con un renacimiento de las versiones más tradicionalistas y apolilladas de nuestro pasado. Y no es casualidad. El mito de la Reconquista le sirve al fascismo para difundir sus bulos y mentiras programadas. Al igual que ocurrió en el 711, España está siendo invadida por hordas musulmanas que amenazan nuestra esencia nacional. Se impone, por tanto, una nueva reconquista que expulse a los invasores.
Ahora bien, la amenaza no solo viene de fuera, sino que cuenta con el apoyo de traidores. Si en su momento se atribuyó el conde Don Julián la felonía de facilitar a los musulmanes su entrada en nuestro país, ahora es la izquierda la que colabora abiertamente en la destrucción de España, permitiendo la inmigración ilegal mediante el denominado “efecto llamada”. El panorama catastrofista se completa con la labor que llevan a cabo los independentistas catalanes y vascos. La solución pasa por aplicar una política de mano dura como la que implantó Franco, al que el PP y Vox reivindican cada vez más abiertamente.
Hay que añadir que en este imaginario del marroquí como el paradigma del enemigo cruel y taimado también han influido la Guerra de África de 1859-1860 y, especialmente la Guerra del Rif (1906-1927). Lo que en realidad fue una brutal guerra colonial contra los independentistas rifeños encabezados por el patriota Abdel-Krim, en la que el ejército español cometió todo tipo de atrocidades, entre ellas el bombardeo de aldeas con gas mostaza y fosgeno, los militares y las fuerzas políticas conservadoras lo convirtieron en una heroica gesta militar que hoy sigue exaltándose en publicaciones que no pasan de ser vulgares panfletos.
El fascismo español ha levantado un edificio ideológico muy eficaz para sus objetivos, que es el de ganar el apoyo de amplios sectores de la población. El argumentario es de extrema sencillez. Se basa en el maniqueísmo extremo. Nosotros, los españoles, vivimos pacíficamente, tenemos nuestra cultura ancestral y nuestra religión secular y los inmigrantes, fundamentalmente los musulmanes, quieren apoderarse de nuestra patria, contando para sus propósitos con unas fuerzas de izquierda caracterizadas por su antipatriotismo. El corolario lógico es destruir el sistema político que permite tales iniquidades. Con variantes -el papel de los marroquíes correspondía entonces a los comunistas- ese fue el argumentario de los golpistas del año 1936. El éxito del mensaje se basa en los principios propagandistas de Joseph Goebbels, ministro de propaganda nazi: repetición incesante de las mentiras, vulgarización y simplificación de los argumentos, de tal forma que calen en las capas menos preparadas intelectualmente de la población, enmascaramiento de la verdad y conversión de incidentes nimios en acontecimiento de inusitada gravedad.
El fascismo está instalado en nuestra sociedad y la izquierda real debe plantearse cómo combatirlo. Lo evidente es que el actual régimen monárquico, el aparato estatal en que se sustenta y la oligarquía dominando la vida política y económica favorecen el desarrollo del fascismo.


