miércoles, 17 de diciembre de 2025

Estaba escrito, en 1978


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En el arranque del nuevo régimen en 1978 ya estaban, a la vista de cualquiera que quisiera ver, las claves del medio siglo siguiente. Nada sorprende hoy: sólo se cumple aquello que quedó sellado desde el primer día.

El pueblo, aturdido y con miedo, también tiene su coartada. Se votó aquella Constitución con el aliento de un posible golpe mi­litar en la nuca. En esas condiciones psicológicas sólo pensaba en salir de la asfixia: cuatro décadas sin respirar política, y de repente se le ofrecía aire. No estaba para sopesar nada más. No podía imaginar lo que se les venía a las generaciones siguientes.

Durante años se repitió en voz baja que la política se judiciali­zaba y la justicia se politizaba. Era una frase hecha, un susurro resignado. Pero en 2025 ya no hablamos de una deriva: habla­mos del derrumbe del Estado de Derecho. Y el detonante lo ha activado el Tribunal Supremo con una sentencia que no desen­tonaría en la Alemania de 1933.

Condenan al Fiscal General, lo inhabilitan dos años y le impo­nen una indemnización grotesca de 7.500 euros. No buscan re­parar nada: buscan humillar. Humillarle a él y a todo lo que re­presenta el poder ejecutivo, hoy encarnado por un partido que para ellos ya es enemigo declarado. La fecha de publicación —20 de noviembre— es un bofetón simbólico: la justicia española homenajeando al franquismo. Ya ni disimulan. Gobiernan desde la nostalgia del totalitarismo y con la impunidad del que se sabe intocable.

Pero esta función no empieza hoy. Su raíz está en el barro de 1978. Aquella Constitución “modélica”, escrita entre franquistas reciclados y opositores domesticados, consagró lo que ahora vemos: un aparato judicial formado por miles de jueces que aprendieron derecho bajo el aliento del dictador, se acostaron servidores de la dictadura y amanecieron demócratas por de­creto. No hubo limpieza: hubo maquillaje. Y el maquillaje ter­mina siempre cuarteándose.

Ahora vemos el rostro verdadero del país: un poder judicial que nunca dejó de ser franquista en mentalidad, reflejos e ins­tinto dominador. Envalentonado, ha pasado al ataque. El primer aviso —y nadie quiso leerlo, ni periodistas, ni intelectuales— fue la ignominia del Procés, que ya dejaba claro el talante auto­ritario del estamento togado.

La sentencia contra el Fiscal no es un fallo: es una toma de po­der. Es una declaración hostil del clero laico que viste toga con­tra la democracia que finge proteger.

España está secuestrada no por militares, sino por una casta judicial que usa la ley como arma para triturar cualquier auto­nomía política que no se le arrodille. La ultraderecha no ha ne­cesitado golpear la puerta: ha delegado el golpe en los magistra­dos del Supremo, viejos guardianes del franquismo reciclados en garante institucional. Hoy las sentencias hacen lo que antes hacían los tanques.

El país que fracasó en 1978 vuelve a su cauce. España regresa a su forma predilecta de autoritarismo con olor a sacristía, na­cionalcatolicismo rejuvenecido y una élite judicial que se siente investida por Dios para decidir quién vive políticamente y quién debe ser purgado.

Esto no es un tropiezo. Es la confirmación final: el franquismo nunca murió. Hizo una pausa técnica. Y ha vuelto a ocupar su trono, togado, solemne, impune. Más peligroso que nunca.

Jaime Richart

20 Noviembre 2025