Por Sara Leukos

Vez la pulga en cabeza ajena, pero no la garrapata que llevas encima. Del libro de Petronio –El satiricón
El siglo XXI ha sido testigo de un movimiento global de ideas politizadas, de largo alcance y acciones precisas, en el que América Latina no es la excepción. Sin embargo, esta movilidad ha encontrado terreno fértil en países maltrechos, abandonados a la suerte de dirigentes políticos ineptos, malhablados y borrachines de festín ferial. Asesores de gobierno, disfrazados de teóricos, no son más que ralladores oportunistas de la vida y la historia, borrachines eclécticos de la desposesión política.
Hoy, estos estados se rigen bajo la estela nocturna de un progresismo idílico, un aroma a naftalina en el clóset de la historia. Colombia y otras naciones, encapsuladas en un olor a pasado impuesto, evidencian que este progresismo no es más que el rescoldo de un anochecer que niega el amanecer de la democracia. [1] En esta encrucijada, el pueblo aguarda con una esperanza secuestrada por un modelo que lo trasciende, pero que su Estado no logra vislumbrar. Todo es un río revuelto, donde lo político y lo legítimo navegan en la misma confusión.
Países fragmentados bajo este espejismo progresista están condenados a la ruina de relaciones históricas incoherentes, donde el “progreso moderno” no es más que una despolitización epistémica, una desposesión ontológica del Yo. (Foucault, 1996) Se impone un horizonte normativo exclusivo, carente de capacidad para politizar a quien debe ser sujeto activo de cambio. Esta contravía epistémica convierte el tiempo disruptivo en un ave nocturna y dislocada, incapaz de valorar a un pueblo que resiste desde los márgenes.
El progresismo, en su versión idílica, reduce al pueblo a una muchedumbre sin voz inteligible, solo capaz de gemir sus des-anhelos, pero no de articular una reacción. Se les vende el cuento de que todo se resolverá mediante una política regida por la heteronomía normativa, donde lo alterable, lo vulnerable y la transgresión política son imposibles. Este progresismo contrarrevolucionario no libera; al contrario, se envuelve en su propia episteme de gobierno, acobardado bajo la premisa liberal de que “todo vale”, mientras pisa con reformismo clasista y de lenguajes amenazantes.
Es un progresismo desconfigurado, que repolitiza desde una moralidad de bípedo hipócrita: sus gobernantes lloran por los muertos en tierras lejanas (convenientemente cartografiadas fuera de su mundo), pero son ciegos ante la catástrofe económica de su propio pueblo, sumido en la barbarie de su desnaturalización. (Gramsci, 1983) Muchos gobiernan in situ, trazando líneas ontológicas que encierran sin crítica dialéctica, sin reconocer la subjetividad ni la relacionalidad humana.[2] Así, el progresismo idílico no es más que la máscara de una contrarrevolución silenciosa, donde el pueblo —lejos de ser sujeto— es solo espectador de su propia derrota.
[1] Ver la obra de Adorno (Bloch, 2006)
[2] Ver (Butler & Athanasiou, 2022)
Imagen de portada: Progresismo. Borrokagaraia