Director de la Fundación Espacio Público 01/10/2025
El presidente de China Xi Jinping junto a la presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen. Imagen de archivo.
Hay cambios históricos que parecen tener un soporte civilizatorio que afectan de lleno a los cimientos del sistema económico. A veces, el momento actual se presenta como una pugna de valores entre Oriente y Occidente, como si no hubiera posibilidad de “un sentido común” ni hubiera un tronco filosófico compartido para el diálogo entre civilizaciones. Pero lo hay y Europa debería recoger ese testigo.
Para testarlo merece la pena hacer un repaso rápido al resurgir de China partiendo de sus soportes ideológicos y sociales.
Empecemos por la historia.
Max Weber vinculó el éxito del capitalismo con el puritanismo protestante anglosajón donde el éxito en el trabajo se interpretaba como un signo de la voluntad divina. Por el contrario, en su obra “La religión de China: confucianismo y taoísmo”, defendió que esas filosofías, caracterizadas por su tradicionalismo y orientación hacia la adaptación, que enfatizaban el prestigio de la educación y la armonía social mientras propiciaban la aversión al riesgo, las incapacitaba para competir con el desarrollo del capitalismo que era propio de Occidente.
Paradójicamente, el consenso nacional actual que potencia la innovación en China está basado en el mismo sincretismo entre confucionismo, taoísmo y budismo que Weber invalidaba, y que hoy constituye la base de una ideología del bien común que no impide y ensalza el individualismo pero que lo somete al interés general. Ese esquema mental, propio de su civilización, es el tronco de una ideología asociada al equilibrio que concede a los gobernantes la capacidad de dirigir a largo plazo la sociedad basada en el interés general. La autoridad del Estado surge de su capacidad para encarnar ese poso común propio de la civilización china
En ese esquema se instala el rol nacional, también nacionalista, que ha asumido el Partido Comunista. Después de una época en la que Mao combatió esas doctrinas como supersticiones, el “énfasis en la transformación creativa y el desarrollo innovador de la cultura tradicional china” impulsado por Xi Jinping supone la asimilación pragmática de la máxima sincrética “las tres enseñanzas son una” que aportan la base filosófica y moral del actual progreso chino. Con ello, el Partido Comunista recupera y actualiza las enseñanzas de la mejor época de la dinastía Ming (1368/1644), un período de explosión cultural y de avances en el que se popularizó esa máxima, mientras en Europa se expandía el Renacimiento.
La referencia a esa etapa nos permitiría situar hoy el contexto del posible diálogo civilizatorio alrededor del estoicismo, filosofía clásica y humanista que se asocia al renacimiento europeo, que buscaba la felicidad a a través de principios civiles que configurarían un “sentido común” basado en la razón y la ciencia, la virtud y el equilibrio, del que la democracia fue consecuencia y la UE su expresión institucional. El estoicismo sería el equivalente cultural occidental a esa amalgama sincrética entre “las tres enseñanzas”, base de los consensos sociales chinos, un sistema de valores en el que el taoísmo y su respeto a la Naturaleza tiene, por cierto, un peso determinante al dar soporte al impulso del desarrollo verde basado en energías limpias.
China y Europa: diálogo posible, momentos sociales diferentes
El diálogo entre Europa y China sería posible sobre ese tronco filosófico común pero la distancia entre sus momentos políticos y sociales lo impide.
Mientras en Europa, cuna de Occidente, la crispación reaccionaria disuelve cualquier idea de “sentido común”, se instala un individualismo agresivo y disgregador que mina los soportes democráticos, China se sitúa en una etapa en la que domina la sensación de destino común representado por el alineamiento entre el Estado y la Sociedad, a pesar de que se impida que la diversidad política encuentre cauces democráticos de expresión.
Mientras en Occidente se diluye la idea de progreso como algo denostando por las corrientes reaccionarias emergentes de EEUU, en China la confianza de estar en un camino que les conduce hacia un lugar nuevo, una mejora continua de las condiciones de vida basada en el impulso público, el desarrollo tecnológico y la electrificación verde, convierten la idea de progreso en su estado natural.
Mientras en Occidente se instala en las clases medias la sensación de miedo al “desclasamiento hacia abajo”, en China el ascenso social funciona como motivación vital en el que el mérito individual, soporte histórico que Confucio asociaba a la calidad de la burocracia estatal, es un principio asumido y alineado con el progreso común.
Mientras en Occidente las ideas de izquierdas, incapaces de modificar los hábitos oligárquicos del poder, se centran en imaginar modos de vida alternativa ajenos al debate práctico sobre el sistema productivo, en China el desarrollo tecnológico y el modo de producir y vivir son el centro del debate de las ideas.
Mientras el ecologismo en Occidente no encuentra otro modo de superar los límites biofísicos del planeta que volver a lo local y limitar el crecimiento, China se instala en un tipo de productivismo optimista empeñado en demostrar al mundo que el desarrollo tecnológico, la electrificación y las energías verdes aumentan el nivel de vida de los ciudadanos y, al tiempo, disuelvan la dependencia de las fuentes del carbono.
Fue el alineamiento con el neoliberalismo que disuelve la idea de sociedad (“la sociedad no existe, solo individuos” dijo Margaret Thatcher) y el desprecio a los pilares comunes y los equilibrios sociales lo que empezó a alejar a Europa de sí misma. Es su incapacidad para superar su pasado colonizador el que la impide mirar al Sur Global sin los esquemas del “doble rasero”. Y es su seguidismo y sometimiento al liderazgo decadente de EEUU basado en la ley del más fuerte, que desprecia cualquier filosofía del interés común, la que la puede arrastrar al abismo.