El desespero se entiende. Las tendencias en el frente eran claras. Simplemente mantenerlas llevaría a la derrota más temprano que tarde.
Negociar en términos rusos era demasiado humillante y solo quedaba lo hasta hace poco impensable. Las quejas en Pokrovsk, Bilohorivka o Chasiv Yar delataban el movimiento de tropas. Las mejores unidades ucranianas eran extraídas de diversos frentes cuando en realidad necesitaban refuerzos en un escenario en que los rusos tomaban, como mínimo, un poblado por día. Pero había que crear una fuerza de ataque lo más apresuradamente posible pues, no solo la tendencia a la derrota se hacía evidente, sino que unas elecciones en Estados Unidos amenazaban con empeorarlo todo y un gran golpe de efecto se volvía imprescindible. Era necesario tomar esas tropas, unirlas a lo mejor de la retaguardia, a los novatos recién movilizados, también a las tropas de la frontera con Bielorusia que bajo un acuerdo de no agresión habían quedado liberadas y formar un puño de ataque que permitiera intentar algo diferente.
La cuestión era dónde. Ya la experiencia de la fallida contraofensiva de 2023 demostró que el asalto a las fortificaciones rusas sin superioridad aérea era una locura. Y Rusia mantiene la iniciativa estratégica en todo el frente. Así que solo quedaba Kursk, donde un acuerdo tácito y de sentido común, que es el menos común de todos los sentidos, había mantenido la guerra fuera de las cercanías de una importante nuclear central Rusa.
El grave error de Moscú fue confiar, otra vez, en acuerdos tácitos. Y peor aún dadas las condiciones de desespero de un rival tan soberbio (entendamos OTAN y no simplemente Ucrania). Mantener una simple guardia fronteriza de reclutas ha provocado una costosa toma de prisioneros, otro alto costo en vidas civiles y unos sucesos vendibles como victoria a lo interno de Ucrania. Los medios occidentales, al ver que el objetivo real -la central nuclear- nunca ha estado cerca de alcanzarse, han mantenido la cautela y pocos se han atrevido a catalogar esto como un éxito. Saben que, en este caso, tomar territorio sin alcanzar infraestructura crítica es un gasto de tropas y equipo que tarde o temprano será revertido. Rusia jamás negociará nada mientras la OTAN esté de algún modo dentro de sus fronteras y solo algo tan peligroso como una central nuclear capturada podría hacerles caer en semejante afrenta nacional.
Mientras tanto, a lo interno de Ucrania se venden todo tipo de esperanzas intentando devolver la moral de lucha a una sociedad que ya mostraba signos de cansancio. Sin embargo, en esta operación va lo mejor del ejército ucraniano. Y no solo lo mejor, sino lo que se suponía debían ser las reservas necesarias para sostener el frente que a día de hoy se sigue desmoronando sin que otro de los objetivos fundamentales de la incursión en Kurk se cumpliese: forzar el traslado de tropas rusas desde el frente hacia Kursk. Se pretendía paralizar su ofensiva, pero Moscú respondió a la crisis con tropas de la retaguardia acantonadas en el interior. Así que hoy Ucrania enfrenta en Kursk una posible derrota de sus mejores tropas junto con una debacle cada vez más extendida en el resto del frente.
Un estadista preclaro negociaría ahora que aún no ha sido quemado el grueso de estas tropas que algunas fuentes, en medio de la niebla de la guerra, llegan a estimar en unos 30 mil hombres localizados en las regiones de Sumy y Kursk. Un estadista intentaría preservar algún poder defensivo que le sirviera de carta favorable en las conversaciones de paz. Pero con todos los ánimos de victoria derramados sobre la sociedad ucraniana junto a la voluntad occidental de dañar a Rusia haciendo uso de «hasta el último ucraniano», toda posibilidad de sensatez se evapora y Ucrania muy probablemente lanzará todo lo que tiene en pos de una central nuclear que como zanahoria ante caballo galopante, nunca será alcanzada. Así, el agotamiento de este último gran grupo de ataque marcará el comienzo histórico del agónico fin de la guerra de Ucrania que, como el de toda terrible enfermedad, será largo y sufrido.
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