A muchos les gusta “llamar a las cosas por su nombre”, pero no es el caso de los que definen las enfermedades y hacen catálogos de ellas, como la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades).
Cada vez hay más repertorios de ese tipo, que expresan el dominio que ejercen ciertos organismos y, sobre todo, quienes los manejan. Lo explicó Nebrija hace 500 años en la primera gramática del castellano: la lengua es compañera del imperio o, dicho en otros términos, “la lucha de clases es el lápiz que escribe los diccionarios”.
Los nombres de las enfermedades así lo demuestran, aunque ahora es la OMS quien ejerce el imperio. Nebrija quería enseñar a hablar a los indios de América y la OMS quiere enseñar a hablar a los médicos.
El organismo internacional hace como los chamanes. Pone unos nombres a las enfermedades y quita otros. De esa manera parece que acaban unas enfermedades (gracias a las vacunas) y aparecen otras nuevas, que la humanidad no había conocido hasta que la OMS publica sus catálogos.
Por ejemplo, en 2020 apareció una nueva enfermedad que ningún médico habían conocido nunca, porque ninguna facultad de medicina la tenía registrada en sus anales: el “covid”. A pesar de ello, aquel año se publicaron cien mil artículos científicos sobre el “covid”, algo nunca visto en la historia. La pregunta es: ¿cómo se puede escribir tal cantidad de artículos sobre algo que era desconocido para todos?
Cien años antes, cuando ni siquiera existía la OMS, el imperio calificó como “española” a la gripe que apareció en Kansas durante la Primera Guerra Mundial, como si fuera por casualidad. Quizá precisamente por ser “española” aquella gripe mató mucho más de lo que matan las gripes cada vez que el invierno llega a Kansas.
Todas las pandemias que han brotado últimamente tienen algo en común: que el foco aparece en otros países que no son el nuestro. Por ejemplo, el “covid” surge en Wuhan, China, y por eso Trump lo llamó el “virus chino”. Como consecuencia de la histeria antichina provocada por Trump y los suyos, entre marzo de 2020 y junio de 2021 se produjeron más de 9.000 agresiones contra las personas de origen chino o asiático en Estados Unidos.
Sin embargo, el foco infeccioso más habitual es siempre el Tercer Mundo. Ellos tienen la culpa y nosotros somos las víctimas. La “mpox” se ha propagado a partir de la República Democrática del Congo, aunque antes no se llamaba así sino “viruela del mono” porque la OMS le cambió el nombre en 2022. Cualquiera que se remonte un poco más en el tiempo sabe que “mpox” es la varicela (herpes zoster) de toda la vida.
Pero los científicos, como los músicos, también necesitan aparentar originalidad, que han descubierto algo nuevo bajo el sol. El imperio que escribe los artículos de medicina asegura que la varicela y la “mpox” no son la misma enfermedad porque las causan familias distintas de virus (1). Por eso se sacan de la manga las variantes y las cepas, cada vez más letales, o más contagiosas, o las dos cosas a la vez.
Sin embargo, en cuatro años de “covid” han ido apareciendo (o inventando) muchos miles de cepas del mismo virus, dice la Wikipedia, pero cada una de ellas no ha causado une enfermedad distinta. A veces las cepas causan la misma enfermedad, a veces causan enfermedades distintas, e incluso hay variantes que no causan ninguna enfermedad, asegura la Wikipedia (2). Todo depende de lo que el imperio quiera demostrar en cada momento.
La revista médica The Lancet ha denunciado “el estigma, el racismo y la discriminación” en la denominación de las enfermedades (3), porque no cabe duda de que todo cuadra: los africanos son unos monos, los eslabones del proceso evolutivo que se quedaron estancados en el Continente Negro.
Las enfermedades infecciosas, como la peste negra, siempre fueron un estigma social a lo largo de la historia y la “mpox” confirma el dato. Ahora los epidemiólogos lo llaman “grupos de riesgo” y, cuando quieren ser más finos y elegantes, hablan de “prácticas de riesgo”, como en los tiempos del sida.
El hombre blanco se tiene que preocupar de mantener a los negros lo más alejados posible. Pero también de los mongoles, porque el Síndrome de Dawn (trisomía 21) siempre llevó la denominación de origen del país asiático.
Naturalmente, los mongoles no se pusieron a sí mismos el nombre de la enfermedad. Siempre es el imperio el que pone los nombres y las etiquetas a sus subordinados.
Hasta los meteorólogos se han apuntado a los requiebros verbales y rellenan su vacío intelectual con una batería inagotable de neologismos. O bien quieren parecer originales, o bien han aparecido nuevos fenómenos atmosféricos que antes no existían.
Por ejemplo, llaman “dana” (depresión aislada en niveles altos) a lo que siempre se llamó “gota fría”, una expresión procedente del alemán (“kaltlufttropfen”) que se conoce desde 1886 y que en 1982 mató a 38 personas en el Levante español.
A falta de conceptos precisos, los seudoecologistas podrían formar un voluminoso diccionario de neologismos: sostenibilidad, antropoceno, descarbonización, efecto invernadero, estrés hídrico, estrés térmico, reventón húmedo, sensación térmica, refugios climáticos…
Una de las nuevas palabras inventadas por la tonteorías verdes tiene un tono siquiátrico. Se trata de “solastalgia”, a la que también llaman “dolor ecológico”. Es la melancolía causada por la pérdida del entorno tradicional o los medios de vida que han sostenido a los pueblos durante siglos: la vegetación, los bosques, los ríos, los glaciares…
Si alguien quiere inventarse una seudociencia, debe empezar por acuñar su verborrea característica.
(1) https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC9634140/
(2) https://es.wikipedia.org/wiki/Variantes_de_SARS-CoV-2
(3) https://www.thelancet.com/journals/lanam/article/PIIS2667-193X(22)00241-1/fulltext