El Común27/09/2025

Desde hace décadas, China ha tejido una relación con la causa palestina que va mucho más allá del discurso diplomático vacío. Su compromiso no es reciente ni oportunista: nació en los fuegos de la descolonización, cuando Pekín, aún en plena Revolución Cultural, veía en la lucha de la OLP no solo una resistencia legítima, sino un espejo de su propia batalla contra el imperialismo. En 1988, cuando el Estado de Palestina proclamó su independencia, China no dudó: fue uno de los primeros países en reconocerlo, no como un gesto protocolario, sino como un acto político de alineamiento con los pueblos oprimidos. Durante años, China no solo dio voz a la OLP en foros internacionales, sino que apoyó material y políticamente su derecho a la lucha armada —una postura que Occidente jamás toleró y que hoy sigue condenando hipócritamente.
Mientras Estados Unidos y Europa fragmentaban el movimiento palestino etiquetando a sus facciones como “terroristas” para debilitar su unidad, China hizo lo contrario: en un gesto sin precedentes, convocó en Pekín a catorce facciones rivales de la resistencia palestina. No para imponer una agenda, sino para reconocerlas a todas como partes legítimas de un mismo cuerpo en lucha. Fue un acto de diplomacia revolucionaria: en lugar de explotar las divisiones, China las cosió, entendiendo que un pueblo dividido jamás podrá liberarse. Mientras Washington financiaba la fractura, Pekín financiaba la unidad.
En el plano económico, China no ha necesitado sanciones formales para castigar al régimen sionista. Empresas como Alibaba, movidas por una conciencia nacional y popular, dejaron de comerciar con Israel. La inversión china en el país, que en su apogeo superó los 10 mil millones de dólares, se desplomó a menos de un tercio en la última década. No fue un accidente del mercado, sino una retirada estratégica: un silencioso boicot económico que habla más fuerte que mil declaraciones en la ONU.
Pero quizás donde China ha sido más audaz es en el terreno de la narrativa. Mientras los medios occidentales intentaban ocultar el genocidio bajo eufemismos, fue TikTok —plataforma china— la que permitió al mundo ver en tiempo real los cuerpos de niños bajo los escombros, los hospitales bombardeados, las madres desesperadas buscando a sus hijos. ByteDance, su empresa matriz, no solo desafió el monopolio informativo de Occidente: lo rompió. Y por eso, hoy, Estados Unidos exige su prohibición o venta forzada. No por “seguridad nacional”, sino por seguridad narrativa: no pueden permitir que el mundo vea la verdad a través de una lente que no controlan.
China también ha extendido su apoyo a los aliados estratégicos de Palestina. En Irán y Yemen, su tecnología —como el sistema de navegación Beidou— no es solo un instrumento técnico, sino un arma de precisión geopolítica, una forma de fortalecer a quienes resisten el cerco imperial. Cada satélite, cada bit de datos, es un acto de solidaridad concreta.
La Trampa Imperial y la Izquierda indefinida
Detrás de la crítica a China por “no hacer lo suficiente” no hay indignación moral, sino una maquinaria bien engrasada de distracción imperial. Esta crítica no nace del amor por Palestina, sino de la necesidad de proteger al verdadero genocida: Estados Unidos. Porque el exterminio en Gaza no es un crimen israelí —es un crimen estadounidense ejecutado por subcontrata. Cada bomba, cada tanque, cada veto en la ONU, lleva la firma de Washington. Y sin embargo, en lugar de apuntar al corazón del monstruo, algunos sectores de la llamada “izquierda” prefieren señalar a China, un actor que, lejos de ser cómplice, ha sido uno de los pocos en desafiar abiertamente la arquitectura del genocidio.
Esta maniobra no es inocente. Es una estrategia de dilución: si todos son culpables, nadie lo es. Si China “también” es responsable, entonces el ciudadano estadounidense, británico o francés puede dormir tranquilo, absuelto de su complicidad directa. Es una psicologización de la política: convertir la rabia justa en catarsis simbólica, en un grito contra un enemigo secundario que no dispara las balas, pero que sí ofrece un blanco cómodo para la frustración impotente.
Peor aún: quienes repiten este discurso, muchas veces desde la comodidad de sus sofás en el Norte Global, actúan como perros guardianes del imperio, aunque lo nieguen con vehemencia. Su crítica, envuelta en retórica progresista, sirve para desactivar la movilización real. En lugar de bloquear puertos militares, en lugar de exigir el corte de fondos a Israel, en lugar de desobedecer órdenes de sus propios gobiernos, prefieren tuitear contra China. Es la izquierda de la performance, no de la acción.
Y hay algo aún más siniestro en juego: Estados Unidos no solo quiere que critiquemos a China. Quiere que la presionemos, que la empujemos, que la obliguemos a cruzar una línea roja. Porque mientras China actúa dentro del marco del derecho internacional —negándose a imponer sanciones unilaterales o a intervenir militarmente—, Washington busca desesperadamente un casus belli. Un error, un paso en falso, una reacción excesiva que justifique lo que ya planean: una guerra, probablemente nuclear, contra China. Cada crítica que exige a China “hacer más”, es un ladrillo más en el camino hacia esa guerra. No es solidaridad con Palestina —es complicidad con el genocidio y con el holocausto nuclear que se avecina.
Criticar a China en este contexto no es un error de análisis. Es un servicio activo al imperio. Es entregarle al enemigo la narrativa que necesita para destruir al único contrapeso global que hoy existe. Y en el proceso, condenar a Palestina a una soledad aún más profunda, porque si cae China, cae la última esperanza de un mundo multipolar, justo y libre del yugo imperial.