Carlos López Keller 6 de agosto de 2025
Antes de levantarse frente al jurado que iba a juzgar a Tom, Atticus Finch sabía que su cliente estaba condenado. Ahí estriba, en realidad, el reconocido heroísmo del protagonista: que, conociendo el desenlace, decide seguir en el ejercicio de la defensa, sin más aliento que el deber moral de defender la verdad. Atticus fracasa y pierde el juicio, pero se convierte en un héroe, el más grande del cine norteamericano, según el ‘American Film Institute’; tan grande y auténtico como solo lo pueden ser los perdedores. De todas formas, ¿por qué el asunto estaba perdido antes del veredicto? Parecerá una cuestión trivial, o incluso necia, pero cuando el punitivismo se abre paso a codazos entre la intelectualidad más conspicua, demoliendo a su paso, este sí, las fronteras entre izquierdas y derechas, convendrá mirar atrás y echar un vistazo al camino recorrido, porque solo así vislumbraremos el destino que nos aguarda.
Tom Robinson estaba condenado de antemano por un delito de asco. Para quien recuerde la película, Matar un ruiseñor, se trataba de averiguar las circunstancias de una relación sexual mantenida entre un chico negro y una chica blanca en la Alabama de la Gran Depresión. Ya antes del juicio la condena era obvia porque la mera descripción de los hechos provocaba en aquella gente arcadas de asco; en la mente de los jurados, era virtualmente imposible imaginar que una joven rubia y angelical hubiera consentido en mantener relaciones con un miserable trabajador negro, hijo o nieto de esclavos. Tom fue condenado por provocar este sentimiento de nausea.
De la misma forma, la querella por calumnias que Oscar Wilde presentó contra el marqués de Queensberry en 1895, y que terminó con Wilde condenado después de dos infames procedimientos en su contra, estaba también perdida antes de empezar: el asco de la sociedad victoriana ante las prácticas homosexuales le llevó a prisión, y más tarde al exilio y a una muerte prematura. “Uno debe refrenarse severamente para no describir, con un lenguaje que prefiero no usar, los sentimientos que deben suscitarse en el pecho de todo hombre de honor que haya oído los detalles de estos dos terribles procesos”. El alegato final del juez Alfred Wills cuando condena a Wilde pone el foco en el centro de la infamia: un caballero inglés de bien sentía verdadera repulsión al escuchar los detalles escabrosos de las citas de Wilde con sus amantes en las habitaciones del Savoy.
A Oscar Wilde le condenaron por herir un sentimiento. No convendrá olvidarlo, cuando perviven entre nosotros los delitos contra los sentimientos; significadamente religiosos, pero también sentimiento de pertenencia a la patria y otros del estilo: sacar en procesión una vagina, desnudarse en una iglesia, quemar una bandera... comportamientos que son delitos simplemente porque nos enfadan, nos dan asco. No será necesario aclarar que los sentimientos protegidos son siempre los de la mayoría, lógicamente, con lo que castigar estas conductas se convierte en una labor de limpieza moral.
Por ello, aunque vincular el asco al delito nos parezca algo camino del destierro de la historia, basta con alzar un poco la vista para advertir que un ubicuo puritanismo nos lo está trayendo de vuelta. La evolución de la moral, la profundización en la valoración ética de conductas ha perfilado nuestro espíritu de ciudadanos, de tal forma que cosas que antes nos parecían correctas ahora no las aceptamos; y tal vez sea propio de esta evolución que cada vez haya más comportamientos que nos den asco. O tal vez no. La respuesta a esta repugnancia podrá venir desde la educación, la concienciación o el cambio de costumbres, pero no debería ser la condena penal.
El relato de Elisa Mouliaá nos coloca ante una realidad en la que utilizamos el derecho penal priorizando nuestros sentimientos morales en el juicio de las conductas ajenas
Pensaba sobre estas cuestiones el otro día mientras paseaba por el Rastro. Un hombre revisaba unas viejas fotografías familiares desperdigadas por el suelo; bodas, fiestas de postín, viajes a la playa de gente anónima se mezclaban con postales, cartas y recibos antiguos. Me pareció advertir que aquel hombre estaba espigando para su compra fotografías de jóvenes, de niños... y se me dio por pensar qué pasaría si encontrara la típica foto de un niño, desnudo en la playa, jugando con su cubo y su pala. Podría comprarla, ciertamente, pero un extraño hormigueo me trajo a la vista el pelo de los inquisidores, gracias a los cuales el concepto de pornografía se nos ha ampliado hasta límites cuáqueros; hoy, no solo es pornografía la imagen de una conducta sexual explícita, sino también la simple representación de un menor desnudo cuando tal imagen (digo imagen y no fotografía; también lo será un dibujo o pintura de un menor sin ropa si resulta ser una “imagen realista”) se emplee “con fines principalmente sexuales”. Y aquí viene el asco.
Todo el derecho penal clásico, antes de la aparición de los protofascistas de Cesare Lombroso y compañía, estaba fundado sobre el concepto de daño. Sin daño a un tercero, sin abuso o agresión, no puede existir ni delito, ni juicio ni condena. Los sentimientos de asco o repugnancia que podemos sentir, como sentía el honorable Alfred Wills o los jurados que escuchaban a Atticus, ante conductas que entendemos inmorales, escandalosas o nauseabundas, no deberían bastar para condenar a nadie. Lo que haga una persona en la soledad de su habitación con unas fotografías, por más vomitivo que nos resulte, no debería ser más que eso: repulsivo pero irrelevante.
Es simplemente un ejemplo de que el puritanismo viene siempre de la mano del punitivismo. Los mensajes descubiertos de Elisa Mouliaá, pura antropología forense, resultan una clara muestra de esta tendencia: ‘yo tampoco creo que sea un delito’, decía la actriz sin cortarse, después de haber denunciado a Errejón como autor de un delito, arrastrada por las noticias que leyó, considerando que en el contacto sexual que mantuvieron, él se había comportado como un baboso: “fue asqueroso”. De nuevo, el asco. ¿Y ahora qué hacemos? Ser un baboso no es un delito, pero el relato de Mouliaá nos coloca ante una realidad en la que utilizamos el derecho penal priorizando nuestros sentimientos morales en el juicio de las conductas ajenas.
En fin, creo que es un error y un horror que hayamos encargado al derecho penal la normativización de la ética ciudadana. ¿O a nadie le extraña que la edad mínima para mantener relaciones sexuales (si es que tal cosa debe ser regulada) no venga prescrita en el Código Civil sino en el Código Penal? Edad mínima que, por cierto, las ínfulas puritanas han dejado abierta, en una indefinición intolerable en el derecho penal, pero comprensible una vez abandonados en los brazos de Calvino: a un chico de quince años se le permite realizar “actos de carácter sexual” (áteme esa mosca por el rabo) siempre que lo haga con alguien de edad o madurez “próxima al menor”. ¿Qué será tal cosa? Bien, habrá que ir año a año para escrutar, con la nariz afilada de nuestro escalpelo moral, cuándo la diferencia de edad empieza a olernos mal.
En las salas del Old Bailey, el viejo tribunal criminal donde condenaron a Oscar Wilde, el hedor era tan insoportable que en el siglo XVII, aprovechando un incendio, las reconstruyeron sin paredes, para celebrar los juicios a la intemperie; con el frío londinense, el experimento no duró mucho. Ignoraban por entonces que la peste no la traían los acusados, sino que exhalaba de la mirada de los juzgadores.
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Carlos López-Keller es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro.